Identificar el tipo de narrador presente en el fragmento
1
En el descanso de la escalera había una persona con sus bolsas en el suelo, cansada, esperando mientras con la boca y una mano hacía ruidos para atraer a un gato que ni siquiera tenía interés. Alrededor había otro par que, sentados en el peldaño del umbral, se miraban y conversaban enérgicamente moviendo las manos. Y a través de los zaguanes abiertos de algunas casas se podía ver cómo la gente, sentada en la mesa del comedor, conversaba. Todo parecía natural, nada quedaba fuera de lugar.
2
Mientras mi pelo se mojaba bajo los árboles de la plaza Victoria, miré la hora y me di cuenta de que no llegarían y tendría que entrar sola a la Biblioteca Santiago Severín para hacer el trabajo de la matanza en la Escuela Santa María de Iquique. Me molesté por ser la única que se enfrentó a la lluvia, me molesté por ser la única a la que el paraguas se le quedó en la micro y por ser la única que dejaron plantada; pero me alegré porque el mío sería el único nombre que estaría puesto en nuestro trabajo.
3
Entro a la Librería Crisis y voy derecho a la sección de poesía mientras disfruto del crujir del piso de madera. Tengo diez mil pesos en el bolsillo y no sé qué comprar. Tomo un libro de Enrique Lihn y comienzo a leer. Luego de una hora y media, el libro ya está consumido. Gratis. Miro alrededor y no veo ninguna cara de reproche. Salgo con mi billete intacto y me voy a emborrachar al bar de la esquina mientras recuerdo una multitud deliciosa de versos.
4
De pronto oí gritos y me asomé a la ventana. Él estaba allí, en la calle Bellavista, arrastrando un peso que no le correspondía. Un par de hombres tomaban fotos mientras otros soltaban las sogas. Él respiró profundo y relajó los músculos. Llegaron los carabineros y uno de ellos, en señal de disculpa humana, le acarició el lomo. La noticia apareció en la prensa: en Valparaíso, a las diez de la mañana, un caballo es obligado a arrastrar un camión… No había dinero para una grúa.
5
A las ocho de la mañana un cañonazo anunciaba la devastación. La gente se retiraba, otros izaban banderas blancas esperando clemencia. No fue hasta las nueve, aún con frío y esa brisa salina característica del puerto, que el almirante Méndez Núñez tomó una decisión tan vil y cobarde que él mismo decía que le repugnaba. Cuatro buques se adelantaron y luego escupieron fuego, estrepitosos estampidos los siguieron y no hacían más que anunciar el apocalipsis. El puerto era iluminado por el peso de la guerra, tres horas bastaron para ver caer a toda la ciudad; después, el silencio.
6
Caminó rápidamente, incluso en la esquina no esperó la verde del semáforo, y mirando a los dos lados atravesó Arlegui. Fueron exactamente diecisiete pasos contados y apurados hasta la vereda del frente. En ese momento olvidó dónde iba y a qué; disimuló un poco mirando hacia los lados y no encontró nada mejor que comprarse unas gomitas de menta en el quiosco. Abrió el envoltorio y se echó una a la boca masticándola suavemente y esperando que el mentol pudiera hacerlo recordar como tantas otras veces
7
Todos los días se levanta, se mira al espejo, se mete al baño, se pone la ropa. Me llama: «Viole, ven al desayuno», me lo tiene listo, comemos y desaparece raudamente con ansias de salir. Vivimos en un pasaje con una escala enredada en orina, Bálticas y punkis, donde parte Yerbas Buenas. El tata baja las escaleras y camina hasta Pirámide, compra La Estrella, critica cuán caro es el diario y toma una 510 dirigiéndose a la plaza O’Higgins. Compra un té, conversa con viajeros, recuerda algunos boleros y juega cartas hasta que dan las siete.
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