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Había una vez tres jóvenes que emprendieron juntos un largo
viaje. Una noche, llegaron a una pequeña ciudad y decidieron quedarse a dormir
en una agradable y acogedora posada. Los jóvenes confiaron a la posadera una
bolsa que contenía todo su dinero. Uno de ellos, en presencia de otros dos,
advirtió a la mujer: -Esta bolsa usted nos la devolverá a los tres juntos. Nunca a
uno de nosotros por separado, ¿de acuerdo? La mujer asintió y guardó la bolsa en un lugar seguro. Algo más tarde, cansados del largo recorrido que habían cubierto
ese día, los tres amigos pidieron a la posadera que les preparara lo necesario
para tomar un baño. La mujer lo dispuso todo al instante: toallas para los
tres, jabón, esponjas... Pero se olvidó de ponerles un peine. Los jóvenes se dieron el merecido baño. Al poco rato, mientras
se vestían, observaron que no había peine. Entonces, uno de los tres jóvenes
salió en busca de la posadera. Una vez junto a ella, el joven, en vez de
pedirle el peine, le pidió el dinero. -¡No te lo puedo dar! -respondió la mujer-. ¿O no recuerdas que
se lo tengo que entregar a los tres juntos? Entonces, el muchacho le rogó que lo acompañara hasta la puerta
del baño. Allí gritó a sus compañeros: -¡No me lo quiere dar! Y los otros dos, creyendo
que se refería al peine, dijeron desde el interior del cuarto de baño: -¡Señora, por favor, déselo de una vez! La mujer obedeció inmediatamente y entregó al joven la bolsa del
dinero. Este abandonó la posada sin más tardanza.
Hartos de esperar a su amigo, los otros dos jóvenes salieron del
baño. Cuando se enteraron de lo ocurrido, decidieron llevar a la pobre posadera
ante el juez. El juez, mostrando una gran paciencia, escuchó a las dos partes
y, a continuación, dijo: -Señora, usted se había comprometido a entregarles el dinero
solo si estaban los tres juntos. Como se lo entregó a uno de ellos y este ha huido,
usted es culpable. Así que deberá poner el dinero de su bolsillo. La mujer se retiró de allí hecha un mar de lágrimas. No le
quedaba más remedio que recurrir a esos ahorros que tanto esfuerzo le había
costado reunir. La posadera, mientras volvía a su casa, iba pensando que tenía
que existir alguna forma de demostrar su inocencia ante el juez. Cuando la
mujer llegó a la posada, todavía llorando a lágrima viva, se encontró con su
nieto. -¿Qué te pasa abuela? ¿Por qué lloras así? -¡Ay, hijo! ¡Los ahorros de toda mi vida...! ¡Qué injusticia se
comete conmigo! -decía la mujer, que era un manojo de nervios. Con mucha paciencia, el nieto logró tranquilizarla y la pobre
señora pudo contarle todo lo que había pasado.
-No te preocupes, abuela. Hay una solución muy
clara. Ya que te comprometiste a entregar el dinero a los tres muchachos juntos, irás a
ver al juez de nuevo y le dirás que mande a los dos que quedan a buscar a su
amigo, porque tú solo podrás pagarles cuando estén los tres. Así lo hizo la anciana, y el juez no pudo
más que decir: -Tiene usted razón, señora. Y en cuanto a
ustedes, les ordeno que vayan a buscar a su amigo. Esta mujer no tendrá
inconveniente en pagarles entonces la deuda. Y según se cuenta, los dos muchachos
todavía están buscando a su avispado compañero.
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