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A pesar
del tiempo transcurrido, aún recuerdo, como si hubiera sido ayer, lo que
sucedió con Marcial y la cometa. Y la carita de Cirilo no se borra de mi
memoria.
Yo vivía en Caraz, "el jardín del
Perú", donde abril, mayo y junio son los meses primaverales. Por esa
temporada se acostumbra salir al campo a corretear libremente, trepar a los
árboles buscar nidos, cazar mariposas e ir a los remansos a volar cometas. Por
eso, en abril de aquel año, pedí a mi papá que me ayudara a confeccionar una
cometa, la mejor cometa del mundo. Tal vez comprendiendo, él me dijo: -Si quieres la mejor cometa, hay que mandar
traer una de la capital. Podemos escribirle a tu tío Andrés. -No, papá. Esa no es la gracia. Quiero
hacerla yo mismo; una cometa grande, poderosa, única, en la que yo ponga un
pedazo de mi propia vida. ¿Me comprendes, no? -Bueno Rodo, si es así, el sábado y el
domingo nos dedicaremos a confeccionar la cometa más hermosa que ojos humanos
hayan visto . . .
El
domingo, a media tarde, estuvo terminada la cometa. Tenía la forma de un avión
del futuro. Nunca había tenido una cometa igual. Guardamos el barrilete en la
azotea, sobre un cajón grandazo a la sombra. Allí se quedaría hasta el jueves,
que era el día del paseo. Ese día, cuando llegué al colegio con mi
cometa en las manos, mis compañeros ahogaron un ¡ah! de admiración y se
acercaron para contemplarla mejor. De todo el grupo, también Marcial, Próspero,
Arístides y Elviro traían sus cometas. La de Arístides era bonita, pero no se
igualaba a la mía. Las otras eran pequeñas. Entonces nos dirigimos hacia la
colina. Era un lindo día. Allí, Marcial agarró viento y vio cómo su
pájaro de papel se elevaba. Luego, Elviro. Yo tenía serios problemas; mi cometa
se resistía, no quería agarrar viada. Mientras tanto, Próspero ya sonreía con
la suya corcoveando en el aire. Y los chicos que estaban a mi lado me miraban
interrogantes, se diría que sufrían conmigo. "Tan linda cometa y no puede
volar", parecían decir con sus ojitos desconsolados. Tratando de
serenarme, volví a intentar y, poco a poco, como dándose importancia, fue
tomando viada y se elevó, potente y triunfadora, iluminando las caritas de mis
camaradas que lanzaron hurras y gozaron conmigo. Y, por allí cerca, solamente
Cirilo, el hermanito menor de Marcial, no daba importancia al acontecimiento.
Él estaba ocupado con su propia cometa. Y estaba solo, afanado . . .
El viento fue creciendo y mi hermosa cometa subía cada vez más airosa,
alcanzando y pasando a las otras. La de Arístides, lamentablemente, se enredó
en la copa de un eucalipto. Mi cometa seguía subiendo, pero se acabó el hilo y
el barrilete comenzó a dar tumbos, a encabritarse como potro salvaje,
reclamando más cuerda. No supe qué hacer y busqué la mirada de mi padre. La
cometa me arrastraba. Por una fracción de segundo bajé de las alturas y volví
la vista a mi alrededor: me encontraba sobre una colina pedregosa y cruzada de
berrocales; había un deslizamiento que daba al precipicio y, abajo, el río,
turbulento, parecía llamarnos. Como a dos pasos, Marcial iba retrocediendo,
concentrado en su cometa y de espaldas al barranco. Un paso más y rodaría. No
quedaba tiempo ni siquiera para pensar. Solté la cuerda y, de un brinco, cogí a Marcial, ya casi en el vacío . . . El chico quedó
sin habla, pálido, asustado; yo, tratando de reponerme; los demás chicos me
miraban incrédulos; y mi padre me acariciaba la cabeza, seguramente
comprendiendo mi drama:
-No es más que una cometa, hijo. Se ha perdido. Los juguetes tienen un
destino muy breve. ¡Marcial está a tu lado, eso es lo más importante! El aludido
seguía mirando el precipicio por donde estuvo a punto de rodar y un par de
lágrimas asomaron a sus ojos; pero sonrió y me abrazó en silencio. En ese
momento, se acercó Cirilo, el hermanito de Marcial, quien, con la frescura de
sus seis añitos, me dijo: -Oye, Rodito, mi cometa no es tan
linda, pero ¡tómala!, ¿ya? . . . No era más que una hoja de cuaderno atada a un
pedazo de hilo, pero fue el regalo más significativo que jamás alguien me pudo
haber dado . . .
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