Le llamaban así: el conejo sin orejas.
Aunque Caro sí tenía orejas. Dos. Puntiagudas y de pelo suave, como todos los conejos de aquel bosque.
Solo que Caro, al contrario que el resto, no podía levantarlas.
– Inténtalo Caro: ¡súbelas! – le había dicho Mamá el día que todos los pequeños conejos de la escuela debían levantar sus orejas.
– ¡Allá voy! – había gritado con alegría Caro mientras con esfuerzo trataba de levantarlas –. ¿Qué tal están, Mamá? ¿Estoy guapo con mis nuevas orejas?
Pero Caro no las había levantado ni un milímetro. Volvió a intentarlo una y otra vez, pero no había manera: sus orejas seguían caídas. Fue por esto que el pequeño Caro se convirtió en el hazme reír de todos los conejos.
– No llores cariño, no pasa nada – intentaba consolarle Mamá –. Eres un conejo diferente, ¿y qué? No hay nada de malo en ello.
Sin embargo Caro no estaba de acuerdo con su madre. A él no le gustaba ser diferente, ni que se rieran de él y por eso todas las mañanas, al despertarse, apretaba con fuerza su cabeza e intentaba levantar sus orejas. Pero cada mañana comprobaba con tristeza que no lo había logrado. Que seguía siendo diferente al resto.