Felipe Romero, en su viejo pero limpio Renault-5, entra en el aparcamiento, deja el coche en el mismo sitio de todos los días y sale a la calle. Como de costumbre, antes de entrar a trabajar en el departamento de accesorios del automóvil, compra un cupón de lotería. Felipe cree en la suerte. Nunca le ha tocado un premio importante, sólo alguna vez mil pesetas, o quinientas. Pero él cree que algún día le va a tocar un premio gordo. A veces, por la noche, cuando está en casa viendo la televisión, sueña con viajes a países tropicales, playas blancas con chicas guapas, restaurantes con comidas muy ricas, y una terraza con vista al mar para tomar una copa. Y luego, bailar con una chica guapa; música suave, la luna que brilla en el mar…
Carolina y Javi entran en una cafetería a tomar un café. —No lo comprendo —dice Javi—. Si sospechan de mí, ¿por qué no llaman a la policía? Y si también sospechan de ti ¿por qué no te denuncian, o te despiden? No encuentran respuesta a esas preguntas. —¡Hombre, Javi! ¿Qué tal? Es Menchu, la profesora de latín, acompañada de su amigo. —Hola, Menchu, ¿qué hay? Mira, ésta es Carolina. —Hola. —Oye, perdona, ¿cómo te llamas? —pregunta Javi al amigo de Menchu—. Es que el otro día no entendí bien tu nombre. —Leo Hans. Es un nombre holandés. Pero si me quieres llamar Manolo, no me importa, ¿eh? —se ríe Leo Hans. Leo Hans pregunta a un vendedor: —¿Tiene discos compactos? El vendedor le mira con cierta desconfianza. — Pues… sí, tengo algunos. ¿Qué música te interesa? —Me interesa de todo. El vendedor busca en unas cajas que están debajo del puesto. Saca algunos discos. —Pasa por aquí. No quiero que los vea todo el mundo. Es una oferta muy especial, ¿sabes? Mira, estos son los que tengo de momento. Bruce Springsteen, Dire Straits, el último de U2… —¿Qué precio tiene el de Springsteen? —Pues, para ti… mil doscientas. Leo Hans paga. Javi le dice: —Este disco debe de estar bien. No lo conozco. —Yo lo he escuchado en casa de unos amigos —contesta Leo Hans—. Me gustaría hacerte una copia, pero no funciona el casete del equipo. —Pues mira, te lo llevas, lo copias y me lo devuelves el próximo día que vayas a clase. —¡Fenomenal! El martes te lo llevo. Menchu y Leo Hans se despiden. Javi y Carolina vuelven a la moto, que habían dejado en una calle próxima. Los domingos, Carolina suele ir a comer a casa de Javi. Cuando , lo primero que hace Javi es poner el disco. Carolina coge la tapa y saca el cuadernillo para leer los textos. Lo abre. Algo cae al suelo. Carolina lo recoge. —¡Javi! —¿Qué es eso? —¡Una etiqueta de La Española!
Estaba sentada muy cerca de un hombre cuya cara le sonaba. Se parecía mucho a Antonio Banderas, el actor. ¿Era él? Desde luego, era guapísimo. Marisol parecía muy contenta. Pero Javi no estaba interesado en los amigos de la señorita Carvajal. Volvieron a la moto y Javi la llevó a casa. Estaba cansado, porque había trabajado toda la mañana y por la tarde había ayudado a su padre a reparar el coche. —¿Qué tal está tu novio? —¿Cómo? Carolina no había oído volver a Marisol. —¿Qué tal está Javier? ¿Le gusta su trabajo? —Sí —dice Carolina, no muy convencida—, pero es un trabajo muy cansado. —Claro, tiene que estar todo el día en la calle. Pero es un trabajo importante, sabes. Sin mensajeros esta ciudad no podría funcionar. Además, me parece un chico muy serio y eso es lo que necesitan las empresas, personas serias. Silencio. Carolina se pregunta por qué la habrá llamado. —¿Desde cuándo estás con nosotros, Carolina? —Desde febrero. —Tienes un contrato hasta enero, ¿verdad? —Sí —¿Estás a gusto aquí? —Sí. Otro silencio. Marisol saca un paquete de Winston del cajón de su mesa y le ofrece uno a Carolina. —Gracias. No fumo.
Javier entra en los almacenes. Pero cuando se dirige al departamento de papelería, de repente ve que hay dos guardias de seguridad que se le acercan. El mayor, un hombre gordo y fuerte, dice: — ¡Eh, tú, chaval! Arriba quieren hablar contigo. Ven conmigo y tranquilo, ¿eh?, si no quieres que venga la madera. ¿Comprendido? Javier no tiene tiempo de reaccionar. El guardia le lleva directamente al despacho de Marisol Carvajal. Al poco rato, entran Felipe Romero y otro señor. Marisol Carvajal le dice: —Siéntate, Javier. Sólo queremos hablar contigo para aclarar unas cosas. ¿Conoces al señor Romero? Trabaja en el departamento de accesorios del automóvil. Y este es el contable de la empresa, el señor Cardoso. Javier los mira. A Felipe Romero le conoce, Carolina le ha hablado bastante de él y no muy bien. Del otro sólo conocía el nombre, que viene en los formularios que hay que firmar cuando lleva algún recado para la empresa. —Nos gustaría solucionar este problema con mucha discreción, Javier, sin intervención de Dirección ni de la policía. Eso es lo mejor para nosotros y, por supuesto, para ti. —Pero, ¿me puede decir de qué problema me está hablando? Se levanta el contable, se pone delante de Javier y le dice, en un tono irónico: —¿Cómo explicas tú que desaparezcan discos de un departamento donde trabaja tu novia, y siempre los días que tú vienes a traer o recoger mensajes?
—Siéntate, Carolina —dice Marisol—. Espérame un segundo. Coge unas cartas, se levanta y va al despacho de la secretaria. La parte superior de la pared es de cristal y Carolina observa cómo habla con la secretaria. Mueve mucho las manos y la cabeza y de vez en cuando aparta su melena de la cara. Tiene el pelo castaño con unas mechas rubias. La luz se refleja en sus pendientes de plata. El traje que lleva es caro, eso se nota enseguida. Carolina se acuerda de que una noche de sábado, este verano, la había visto en una terraza de la Castellana. Ella iba con Javi en la moto, había un tráfico tremendo, aunque era casi la una. Hacía muchísimo calor, casi 38 grados, y parecía que todo Madrid había salido. Aparcaron la moto y dieron un paseo. No podían tomar nada: en esas terrazas cobran 600 pesetas por una cerveza. Esa noche fue cuando vio a Marisol Carvajal.
—¡Para hoy! ¡Para hoy! ¡Para hoy! —Buenos días. Déjeme ver las terminaciones, por favor —dice Felipe. —Señor Romero, doña Rosario quiere verle. Me dijo que ha encontrado su tarjeta. —¿Mi tarjeta? —contesta Felipe, mirando en su cartera—. Es verdad, no la tengo. ¡Qué despiste! Gracias, Faustino. Después mira los números y compra un cupón. En ese momento llega Carolina, la chica del departamento de discos. Felipe Romero los mira y entra rápidamente en los almacenes. Marisol Carvajal, la jefa del personal, está leyendo unos papeles. Su mesa de trabajo está llena de informes, formularios y cartas. En esta época del año hay mucho trabajo. Para la temporada de Navidad y Reyes la empresa necesita más personal. Pero ese no es el único problema que tiene Marisol. Esta mañana, después de la reunión con los jefes de departamento, José Iribarne le habló muy claro. —Estamos gastando millones de pesetas en sistemas electrónicos de seguridad para evitar robos. Pero la técnica es sólo una parte del problema. Luego, tenemos el factor humano. —¿Se refiere usted al personal, don José? —Usted es psicóloga y sabe mejor que nadie a qué me refiero —contesta el señor Iribarne—. Cuidado: yo no digo que el personal sea culpable. Pero quiero una investigación completa para terminar inmediatamente con esos robos en la sección de discos.
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