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He dejado a un hombre duro y a toda su descendencia en la mitad de la boda y con la corona puesta. Para ti será el castigo y no quiero que lo sea. ¡Déjame sola! ¡Huye tú! No hay nadie que te defienda.

Ya se acercan. Unos por la cañada y otros por el río.

¿Quién le puso al caballo bridas nuevas? ¿Y qué manos me calzaron las espuelas?

Siente en su brazo la fuerza de la venganza de su padre y de su hermano.

A donde no puedan ir estos hombres que nos cercan. ¡Donde yo pueda mirarte!

Ilumina el chaleco y aparta los botones, que después las navajas ya saben el camino.

Espera... ¡Qué espaldas más anchas! ¿Cómo no te gusta estar tendido sobre ellas y no andar sobre las plantas de los pies, que son tan chicas?

Con los dientes, con las manos, como puedas. quita de mi cuello honrado el metal de esta cadena, dejándome arrinconada allá en mi casa de tierra. Y si no quieres matarme como a víbora pequeña, pon en mis manos de novia el cañón de la escopeta. ¡Ay, qué lamento, qué fuego me sube por la cabeza! ¡Qué vidrios se me clavan en la lengua!

Van cantando a la muerte, se mueven lentamente hasta que salen de escena.

“Que yo no tengo la culpa, que la culpa es de la tierra y de ese olor que te sale de los pechos y las trenzas”

Ya dimos el paso; ¡calla! porque nos persiguen cerca y te he de llevar conmigo.

Llévame de feria en feria, dolor de mujer honrada, a que las gentes me vean con las sábanas de boda al aire como banderas.

Estas manos que son tuyas, pero que al verte quisieran quebrar las ramas azules y el murmullo de tus venas. ¡Te quiero! ¡Te quiero! ¡Aparta! Que si matarte pudiera, te pondría una mortaja con los filos de violetas. ¡Ay, qué lamento, qué fuego me sube por la cabeza!