Los privilegiados se indignaron en 1792 cuando Carlos IV lo eligió como nuevo Secretario de Estado pues pertenecía a la baja nobleza (no a la alta nobleza ni al clero, grupos sociales que tradicionalmente accedían al cargo) y que, según las malas lenguas, había conseguido el puesto gracias a su “amistad” con la reina María Luisa de Parma