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[…] A esta sazón, Beltenegros estaba en la fuente debajo de los árboles que ya oísteis, donde aquella noche albergara, y era ya su salud tan allegada al cabo que no esperaba vivir quince días, y del mundo llorar, junto con la de su gran flanqueza, tenía el rostro muy descamado y negro, mucho más que si de gran dolencia agraviado fuera, así que no había persona que conocerlo pudiese, y desde que hubo mirado una pieza la nave y vio que la doncella y los dos escuderos subían suso la Peña, como ya su pensamiento en ál no estuviese sino en demandar la muerte, todas las cosas que hasta allí había tratado con mucho placer, que era ver personas extrañas, así para las conocer como para las remediar en sus fortunas aquéllas y todas las semejantes de él con mucha desesperación eran aborrecidas, y partiéndose de allí a la ermita se fue, y dijo al ermitaño: -Gente me parece que de una fusta salen y se vienen para vos.

—¿Qué es esto, Abindarráez? Parece que te has entristecido con mi alegría yo te oigo suspirar revolviendo el cuerpo a todas partes. Pues si yo soy todo tu bien y contentamiento como me decías, ¿por quién suspiras? Y si no lo soy, ¿por qué me engañaste? Si has hallado alguna falta en mi persona, pon los ojos en mi voluntad, que basta para encubrir muchas; y si sirves otra dama, dime quién es para que la sirva yo; y si tienes otro dolor secreto de que yo no soy ofendida, dímelo, que o yo moriré o te libraré de él.

Andaban Croriano y Ruperta, su esposa, atentísimos inquiriendo quién fuesen Periandro y Auristela, Antonio y Constanza, lo que no hacían por saber quién fuesen las tres damas francesas, que, desde el punto que las vieron, fueron dellos conocidas. Con esto, a más que medianas jornadas, llegaron a Acuapendente, lugar cercano a Roma, a la entrada de la cual villa, adelantándose un poco Periandro y Auristela de los demás, sin temor que nadie los escuchase ni oyese, Periandro habló a Auristela desta manera: -Bien sabes, ¡oh señora!, que las causas que nos movieron a salir de nuestra patria y a dejar nuestro regalo fueron tan justas como necesarias. Ya los aires de Roma nos dan en el rostro; ya las esperanzas que nos sustentan nos bullen en las almas; ya, ya hago cuenta que me veo en la dulce posesión esperada.

"No sé si las razones desta carta, o las muchas que yo antes a Nísida había dicho, asegurándole el verdadero amor que Timbrio la tenía, o los continuos servicios de Timbrio, o los cielos, que así lo tenían ordenado, movieran las entrañas de Nísida para que, en el punto que la acabó de leer, me llamase y con lágrimas en los ojos me dijese: "¡Ay, Silerio, Silerio, y cómo creo que a costa de la salud mía has querido granjear la de tu amigo! Hagan los hados, que a este punto me han traído, con las obras de Timbrio verdaderas tus palabras. Y si las unas y las otras me han engañado, tome de mi ofensa venganza el cielo, al cual pongo por testigo de la fuerza que el deseo me hace, para que no le tenga más encubierto. Mas ¡ay, cuán liviano descargo es éste para tan pesada culpa, pues debiera yo primero morir callando porque mi honra viviera, que, con decir lo que agora quiero decirte, enterrarla a ella y acabar con mi vida!" confuso me tenían estas palabras de Nísida, y más el sobresalto con que las decía; y, queriendo con las mías animarla a que sin temor alguno se declarase, no fue menester importunarla mucho, que al fin me dijo que no sólo amaba, pero que adoraba a Timbrio, y que aquella tuviera ella cubierta siempre, si la forzosa ocasión de la partida de Timbrio no la forzara a descubrirla. "Cuál yo quedé, pastores, oyendo lo que Nísida decía y la voluntad amorosa que tener a Timbrio mostraba, no es posible encarecerlo, y aun es bien que carezca de encarecimiento dolor que a tanto se estiende; no porque me pesase de ver a Timbrio querido, sino de verme a mí imposibilitado de tener jamás contento, pues estaba y está claro que ni podía, ni puedo vivir sin Nísida, a la cual, como otras veces he dicho, viéndola en ajenas manos puesta, era enajenarme yo de todo gusto. "